Puede pasar, por ejemplo, en una rueda de prensa, mientras friego los platos o volviendo a casa en bici. Debo decir, a colación, que la tercera de estas localizaciones me parece la más placentera.
Me quedo paralizada al tiempo que el escalofrío llega a mi sexo. Aprieto fuerte las piernas, como si te tuviese dentro de mí, y pierdo por completo todo poder sobre mi concentración.
Entonces, con el siguiente aliento, la sensación se disipa. Me queda el dibujo en mi cabeza de tu sonrisa, las venas marcadas en tu antebrazo o el vago recuerdo del calor de tus labios sobre los míos. Miro a mi alrededor y todo sigue exactamente como lo dejé, como si el instante hubiese detenido el tiempo. Continúo con mi normalidad, anoto algo, escurro un tenedor o sigo pedaleando. Solo me delata el esbozo de una media sonrisa y el brillo de mi mirada.
Tan solo permanece la infinita sensación de intimidad que dan los secretos. Y que nadie más sepa lo que tú y yo hacemos cuando se cierra la puerta de nuestra alcoba.