viernes, 3 de enero de 2014

Barry White

A ella, Barry White le recordaba a su madre. Era absolutamente inevitable. Desde niña la escuchaba pasar la aspiradora un sábado por la mañana con los discos del ídolo negro de los 80 a todo volumen para acallar los alaridos del maldito aparato. Mientras ella, en su habitación, intentaba desgranar los misterios del orgasmo con la yema de sus dedos.

Huelga decir el desastre que vivió el resto de su vida cuando alguno de sus amantes intentó usar la banda sonora del amor por excelencia para bajarle las bragas. Las flores, los masajes con aceites perfumados, las cenas a la luz de las velas y demás mariconadas que se ven por esos lares fueron inútiles. Un solo acorde del Love's Theme, una sola nota de esa voz ronca y varonil en Oh me, Oh my, (I'm such a lucky boy) y su libido caía por los suelos, inventando excusas para desbrozarse de los tentáculos del pulpo de turno.

No es que fuera una estrecha, ni muchísimo menos. Marta se entregaba al sexo sin tapujos ni rendiciones pactadas a pesar de que aún seguía bregando por despejar la incógnita del clímax en la ecuación del sexo en pareja. Alguna vez le había pasado, no me malentendáis, pero aquellas ocasiones habían sido más una sorpresa que otra cosa. Y disfrutaba del sexo, ou yeah. Pero para ella abrirse de piernas era más bien un acto fútil de esparcimiento.

Como los hombres esas cosas no las entienden (y según creo las mujeres tampoco), Marta fingía sus orgasmos sin remordimiento ni pesar alguno. Secretamente esperaba que en alguna de aquellas farsas le sucediera de verdad, pero mientras tanto chillaba y pataleaba como una cerda en su San Martín y miraba divertida por el rabillo del ojo las reacciones de su oponente entre las sábanas.

Cualquier cosa de Eric Clapton o BB King, Black Dog de Led Zeppelin, The End de los Doors y el Dark Side of the Moon de Pink Floid conformaban el conjunto de sonatas que más disfrutaba a la hora de las uvas pasas. Ese organillo, ese arrastrado solo de guitarra o aquella nota envuelta en el dulzón humo de sus alientos la teletransportaban en un cerrar de ojos a la oscuridad de su dormitorio, a la soledad de diez dedos y una vagina, y al afán de que sí, esta vez sí, iba a llegar al orgasmo.