martes, 15 de mayo de 2012

Morir de amor, morir de sexo

Para ella el sexo era amor. Quería desarmar a sus parejas y dejarlas desposeídas de todo arreglo. Y cuando, vulnerables, mostrasen su yo más profundo, ella las devoraría para tenerlas siempre consigo. En el momento en que el rostro verdadero se alzase en verdadero éxtasis, ella lo consumiría. Y en eso, amigos, hay mucho de amor.

Cada noche recorrería una calle, una plaza nueva en una búsqueda de infinita de plenitud que jamás le llegaba. El post-coito para ella era siempre una decepción. Se sentía vacía, usada, infame. Cada noche consumía una llama que, aunque ardiente, nunca alcanzaba sus 600 grados celsius. Y cada noche la disipaba en su oscuridad.

Las pocas veces que dormía, soñaba con sombras negras aproximándose, tocando su piel y arrancando su esencia. Entonces, despertaba empapada en sudor y tan excitada que podía haber caído en una marmita de poción afrodisíaca. Y en el frío de la noche londinense o el calor de la primera luz de una selva colombiana se consolaba ella misma. Sucia, inmunda y hedionda se sacudía para, más vacía que nunca, continuar su eterno éxodo a ninguna parte.

¿Y qué pasaba con sus víctimas? ¿Morían?, os preguntaréis. Morían, pero no en vida. Perdían toda ocasión de sentir otra vez la pasión verdadera, después de haberla tenido dentro. Sus cuerpos continuaban el desgaste cinco minutos o cien años más. Pero su luz, desvanecida, no volvería jamás. 


Si en la búsqueda encontrase el roce de tu piel, quedaría el camino acabado. Y al sucumbir a tu tacto moriría, saciada, satisfecha. Colmada.

jueves, 10 de mayo de 2012

El sexo de los miopes

Cuando, arrebatado de las gafas que le permiten discernir lo que es el mundo a su alrededor el miope se mete en la cama, se convierte en un animal nocturno. 

Estamos hablando de un miope, miope de verdad. De los que tienen una docena de dioptrías en cada ojo. De los que a oscuras no diferenciarían una polla de un coño si la vieran. Pero para el gafotas eso nunca fue un problema. En sus años mozos, como él los llama, se ponía los calzoncillos limpios, los cristales de culo de botella y ¡a ligar! "Con los esfuerzos que tiene a veces que hacer uno, me facilitaba mucho la tarea. Gafas fuera, y ya podía pensar en quien me diese la gana", nos cuenta el lentes.

Hubo una noche, una en particular, en que el querido tortuga casi lamenta ser un topo de jardín. Pero al final, no lo lamentó, no. La chica era preciosa: alta, esbelta, blanquita con culito de negro. Cuando sus ropas volaron el murciélago afinó su olfato "aquí huele como siempre. Encima, limpia", pensó nuestro protagonista. "Cuando fui a echar mano al negocio, tenía un manubrio más grande que el mío. Pero ya que estaba, no podía hacer el feo. Tenía que dejar el listón alto". 

Al calor de las sábanas de una pensión cualquiera la celulitis, un labio leporino, una pierna ortopédica o un miembro descomunal se padecen mejores. Los límites del placer se propagan cuando caes en ese mundo de sombras y se reavivan los sentidos que tenías olvidados debajo de tu ombligo. La mujer del capitán de los piojos así lo afirma: "yo estoy contenta. Cuando lo hacemos no me ve los michelines".

Apagar la luz y mirar tu ojo, y dentro de tu ojo, cuando no veo ni siquiera tu cara, y hacerte el amor porque solo te siento a ti. Y todo lo que no siento no existe.