viernes, 20 de enero de 2012

De Gütenberg a Megaupload

Cuando Gütenberg inventó la imprenta, y el cachivache comenzó a tener éxito, las autoridades quisieron prohibirlo. Sin éxito. Cuando en los años 50 los primeros acordes de un prematuro rock&roll comenzaban a sonar en los Estados Unidos, fueron acusados de ser la música del demonio. Así ha sucedido a lo largo de toda la historia de la humanidad, sin excepción, con cualquier avance.
En el año 2012 el poder ha cambiado de nombre, de capucha si me apuras, pero no de intenciones. En pleno siglo XXI todavía no han comprendido lo inexpugnable: no se puede luchar contra la revolución tecnológica. Y todavía queda que llover hasta que sepan aprovecharse de las posibilidades de internet.
Cuánto cobra una estrella de Holliwood por interpretar en una película? Cantidades desorbitadas, sobre todo si lo comparamos con el sueldo de, por poner un ejemplo, un periodista. Estos ingresos millonarios se ven ahora mermados por culpa de malandrines como los de Megaupload. ¿Por qué no pueden las estrellas del pop ganarse la vida dando conciertos, y considerar sus canciones como la oportunidad de ofrecer algo a la sociedad? Algo que en muchos casos jamás debiera haber visto la luz.
A todos esos greedy bastards, porque no tienen otro nombre, les propongo: añadid valor a vuestro producto. Haced canciones buenas, y compraremos vuestros discos. Sacad un vinilo y lo tendremos en el salón de casa. Desnudad vuestra alma y la devoraremos. Pero, por favor, no tratéis de compraros otro Porshe a costa de nuestra libertad.
A riesgo de ser tomada por loca del determinismo tecnológico, terminaré añadiendo que quizás dentro de dos siglos alguien cuente la historia de cómo intentaron, sin éxito, controlar internet.

miércoles, 11 de enero de 2012

Pinball

Ella toma la palanca, estira el muelle y “piing”, la bola sale disparada a toda velocidad, tan rápido que su destino le resulta incontrolable.
Los primeros momentos transcurren suspendidos en el aire, como la primera mirada. Nunca antes se habían visto, ella y la bola, pero ya casi se han enamorado. Por un instante no es necesario ningún esfuerzo: el tiempo se ha parado sobre la mesa. Ella sigue atenta al recorrido de su nuevo acompañante, como quien admira un caminar. “Ésta debe ser la mía”, piensa. Otra vez.
La bola está en la parte alta de la mesa. Va ganando puntos. Por ahora no hay casi nada que ella pueda hacer, sólo se deja llevar, sólo observa anonadada las ganancias de tan nimio esfuerzo. Es toda una primera cita: no ha tenido que pagar la cuenta, él le ha abierto la puerta cual caballero y puede sentir el primer beso flotando en el aire.
Pero pronto las cosas se tuercen: la bola se dirige inexpugnablemente hacia la parte baja de la mesa. “crock, crock”, ella se afana con los pulsadores para no dejarla caer. Vuelve a subir, anota algunos puntos. Incluso consigue encajarla una vez en el túnel espacial. Pero baja, sube y baja como lo hace la marea, como la ha hecho todo en su vida.
La bola cae por el agujero. Observa con tristeza el hueco donde antes estaba aquel al que había entregado sus esperanzas. Pero ya ha desaparecido, junto con sus anhelos de amor. Se encoje de hombros, respira hondo, y alarga la mano para agarrar la palanca, en busca de la próxima bola que sacará al terreno de juego. Una sospecha cruza su mente: en realidad siempre son las tres mismas bolas.