Ella toma la palanca, estira el muelle y “piing”, la bola sale disparada a toda velocidad, tan rápido que su destino le resulta incontrolable.
Los primeros momentos transcurren suspendidos en el aire, como la primera mirada. Nunca antes se habían visto, ella y la bola, pero ya casi se han enamorado. Por un instante no es necesario ningún esfuerzo: el tiempo se ha parado sobre la mesa. Ella sigue atenta al recorrido de su nuevo acompañante, como quien admira un caminar. “Ésta debe ser la mía”, piensa. Otra vez.
La bola está en la parte alta de la mesa. Va ganando puntos. Por ahora no hay casi nada que ella pueda hacer, sólo se deja llevar, sólo observa anonadada las ganancias de tan nimio esfuerzo. Es toda una primera cita: no ha tenido que pagar la cuenta, él le ha abierto la puerta cual caballero y puede sentir el primer beso flotando en el aire.
Pero pronto las cosas se tuercen: la bola se dirige inexpugnablemente hacia la parte baja de la mesa. “crock, crock”, ella se afana con los pulsadores para no dejarla caer. Vuelve a subir, anota algunos puntos. Incluso consigue encajarla una vez en el túnel espacial. Pero baja, sube y baja como lo hace la marea, como la ha hecho todo en su vida.
La bola cae por el agujero. Observa con tristeza el hueco donde antes estaba aquel al que había entregado sus esperanzas. Pero ya ha desaparecido, junto con sus anhelos de amor. Se encoje de hombros, respira hondo, y alarga la mano para agarrar la palanca, en busca de la próxima bola que sacará al terreno de juego. Una sospecha cruza su mente: en realidad siempre son las tres mismas bolas.
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