"Si me ha dicho que me va a llamar, es que me va a llamar", resonaba dentro de la cabeza de Carolina. Apretaba los dientes y echaba el culo para atrás de la silla de enea sobre la que descansaban sus turgentes posaderas. Casi rozaba el suelo con los pies moviendo, alternativamente, una pierna hacia delante y otra hacia detrás.
Los nervios del estómago no la dejaban parar quieta. Suspiraba, se inclinaba, se revolvía y secaba con sus manos el sudor que acumulaba entre los muslos, tanteando disimuladamente las braguitas blancas de tela perforada que llevaba aquel día.
Al primer rugido del aparato la pequeña montaba en cólera. Descolgaba frenética mientras su interior rezumaba. "¿Se encuentra la señora de la casa?", sonaba al otro lado. Carolina respondía desganada, colgaba el teléfono lo más pronto posible para dejar libre la línea y volvía a derretirse sobre la silla de enea.
Carolina apretaba, cada vez más, un muslo con otro. Rozaba su trasero contra el asiento. No quería levantarse, por si llamaba, pero tenía que ir a hacer pipí. Cuando tiraba de la cadena oyó a lo lejos el desagradable pitido. Lo había descolgado su madre. "¡Carolina, es Victoria... otra vez!"
Una sonrisa de oreja a oreja y un suspiro se le escaparon con dos lágrimas en los ojos. En un arrebato de excitación corrió de vuelta al pasillo. Ansiosa, se acercó el micrófono a la boca y, enredando el cable del teléfono con su dedo índice, se sentó en la silla de enea a hablar mientras se tanteaba las braguitas blancas de tela perforada.
Y yo rezumo junto al teléfono esperando tu llamada. Aunque mis bragas no sean blancas, ni mi silla de enea, y los pies ya me lleguen al suelo...